Hace unas semanas me llamó una persona que solía acudir a mi consulta hace años; cambiaron las circunstancias y se dejaron las sesiones, aunque quedaron contactos ocasionales. Al cabo de unos años me llamó para decirme que recordaba con mucho cariño aquellos meses, que sobre todo recordaba cómo le escuchaba y eso le ayudó. Hacía unos días se había encontrado con un conocido, y le recomendó acudir a una psicóloga o psicólogo, porque desde su experiencia «ayuda mucho que te escuchen».
Esa llamada me llenó de una profunda alegría, porque al desarrollarme en este oficio, una de las cualidades esenciales que siento que más he aprendido, sigo aprendiendo, y más es necesario cultivar es la escucha. Escuchar es una acción, un acto de voluntad y de intención y de atención plena. Le acompaña el interés genuino, el respeto y la aceptación incondicional. Es un elemento esencial para co-crear un espacio seguro, en el que ir mostrándose tal cual se es, con las dificultades, las incertezas, y las certezas… un espacio seguro en el que desvelar. Es en la escucha, que puedo escucharme. Es en el encuentro con otra persona, dónde me encuentro. Ese es el arte de este oficio.
Tiene un sentido muy especial para mi, porque a lo largo de mi trayectoria he evocado muchas veces un fragmento de una historia infantil, que me emocionó especialmente de adulta: Momo, de Michael Ende:
«Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no: simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda su simpatía. Mientras tanto miraba a la otra persona con sus grandes ojos negros y la otra en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en su interior.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O las tímidas se sentían de súbito muy libres y valerosas. O las desgraciadas y agobiadas se volvían confiadas y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que no era más que una más entre millones, y que no importaba nada y se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo esto a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había una entre todas y que, por eso, era importante, a su manera, para el mundo. ¡Así sabía escuchar Momo!.
Momo escuchaba a todos: a perros y a gatos, a grillos y a ranas, incluso a la lluvia y al viento en los árboles. Y todos le hablaban en su propia lengua.
Algunas noches, cuando ya se habían ido a sus casas todas sus amigas y sus amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra del viejo teatro sobre el que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y escuchaba el enorme silencio.
Entonces le parecía que estaba en el centro de una gran oreja, que escuchaba el universo de estrellas. Y también que oía una música callada, pero aún así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma.
En esas noches solía soñar cosas especialmente hermosas.
Y quién ahora siga creyendo que el escuchar no tiene nada de especial, que pruebe, a ver si sabe hacerlo tan bien.»